Borsch



  



Hoy hablamos del color rojo en el taller de literatura de Loreto.
Nunca imaginé que lo único que haría durante toda la clase sería pensar en ti, en Estambul, como punto intermedio para vernos; en las tardes en que te acompañaba mientras cocinabas borsch; en cómo mis ojos te observaban, deseosa de abrazarte, mientras la videollamada se cortaba por falta de batería de uno de los dos. Ese dormir a la distancia, tan nuestro...

Dos personas con un idioma en común: inglés o japonés, daba igual. Yo no hablo ruso ni tú español.
Cómo olvidar que, para decirnos cosas lindas, ambos hablábamos en japonés.

De nuestras últimas llamadas recuerdo mis risas y tu enfado porque yo no podía escribir en hiragana la letra a.
“Eres una mala alumna”, me dijiste, con tus ojos tristes al mirarme, con tu preocupación constante por mi salud.

Te perdiste el punto más dramático del año.
Cada noche le pedí a Dios estar viva para llamarte y decirte que estoy bien, que una vez más sobreviví... para sonreírte y decirte:
I’m still alive, and you?

Pero lo mío, ¿qué es comparado con tu supervivencia en una guerra? A veces pienso que todo eso terminará y me dirás: “Te espero en Tokio. Logré entrar en una nueva escuela de chefs. Ahora sí, vente, que te voy a cuidar.”


Borsch

Capítulo 1 — El encuentro

Han pasado ya trece años, pero aún puedo sentir, como si fuera ayer, el calor del sol en aquella mañana de invierno en Japón.
Recuerdo nítidamente la luz cálida entrando por los cristales de la puerta, esa que miraba ansiosa desde la cocina, esperando saber cuándo llegarías.

Abrí la puerta, tímida. Mi nuevo hogar en Tokio.

Un hombre muy alto bajaba las escaleras en pijama.

—Buenos días —dijo en inglés.

Yo sonreí y respondí:
Watashi wa Laura desu, voy a vivir aquí —mezclé con el inglés.

—Ok —dijo en inglés.

—¿Eres japonés? —pregunté en japonés.

Con un tono seco y sin expresión de amistad respondió:
—No. Soy ruso.

No supe qué decir. Me quedé pensando: pero si tiene cara de japonés.

La interacción se redujo a sus preguntas:
—¿Qué cuarto tienes?
Respondí el número, y él me dijo:
—Te ayudo a subir la maleta, es el segundo piso —añadió.

Le seguí. Me dejó en mi habitación y añadió:
—Mi nombre es Sayan. Mi habitación es esta —señaló la puerta a la derecha de la mía.

Sin expresión, bajó por las escaleras y continuó su rutina. Llevaba una toalla blanca sobre el hombro; poco después se escuchó el sonido del agua. Era muy temprano en la mañana.

Esperé oír el ruido de la puerta de su habitación antes de salir de la mía. No quería encontrarme con él; su seriedad me asustó un poco.

Bajé, y un hombre casi de mi tamaño me dijo en inglés:
—Hey! Where are you from?

Respondí:
—Soy Laura.

Él, con un tono algo brusco, contestó:
—I didn’t ask your name, I asked where you’re from —su acento del norte de Inglaterra era muy marcado, casi desagradable.

—Barcelona —respondí.

Me miró y extendió la mano.
—Soy Mike. Mi habitación es la que está a tu lado.

De pronto, una pequeña chica salió de su cuarto junto a la entrada, en el primer piso de la casa, donde la puerta era corredera.

—Hey! Hi! —dijo amablemente, con una sonrisa—. ¡Por fin una chica!

—Soy Laura, de Barcelona —le dije.

—Yo soy Isaline, de Francia.

—¡Yo también hablo francés! —respondí.

—Y yo español —contestó riendo.

Nos abrazamos, dimos dos besos y así nació nuestra inseparable amistad.
Le dije:
—Qué miedo estos personajes.
Y ella respondió:
—No pasa nada, son así... raros.

Sentí los pasos en la escalera. Vestido con unos jeans azules y una camisa a cuadros, el chico —sin sonrisa— bajó con una taza en la mano. Preparó su desayuno mientras Isaline y yo nos movíamos en la cocina.

—Ven, ven, esta es mi habitación —me dijo.

Al entrar, lo primero que sentí fue el olor a tatami.
—Qué hermosa tu habitación, es muy japonesa —le dije.

—Sí, sí, puedes venir aquí cuando quieras. Estoy feliz de practicar mi español. Tengo que ir a trabajar, pero esta noche cenamos juntas —respondió.

Isaline se alistó y yo subí a mi habitación. En la ventana vi un pin del lazo rosa, el símbolo del cáncer de mama. Lo observé; me llamó la atención.

Semanas después, muchas cosas cambiaron.



Capítulo 2 — La casa compartida

Durante tres meses compartimos la cotidianidad. En aquel momento de mi vida estaban sucediendo muchas cosas importantes, no solo a nivel físico, sino también familiar. Fueron meses devastadores emocionalmente. Presionada por terminar un encargo importante, me encerré en mi habitación día y noche, bordando.

Sayan y yo éramos los que más tiempo pasábamos en casa. Yo me preguntaba qué hacía él ahí todo el día; descubrí semanas después que estudiaba japonés.

Mike marcó nuestra unión. Aún recuerdo esa toalla con olor terrible que dejaba en la escalera, y cómo ambos la vimos sin darnos cuenta una mañana, al abrir casi al mismo tiempo la puerta para bajar a desayunar.

Nos descubrimos mirando lo mismo, con cara de asco, y así comenzamos a hablar.

—¿Qué haces encerrada todo el tiempo? No te he visto salir de casa. ¿Tienes problemas de depresión? —me preguntó.

Nunca sonrío, mostró una cara de preocupación, a lo que respondí:
—Estoy haciendo un libro de bordado y mi deadline es muy pronto. No tengo tiempo de nada.

Motivada por la interacción, le conté:
—Tengo una aguja que es mágica y viene de Rusia.

Su cara seguía sin expresión. Le conté la historia de cómo conocí a una señora en Chile que es rusa y le compré la aguja. Cogí el móvil, le mostré todo, y me miró diciendo:
—Esa gente vive en mi pueblo. Yo soy de Siberia también.

Mis ojos se abrieron y le dije:
—¡Nooo! ¿Pero cómo? ¿Cómo se llama tu pueblo? ¡Muéstrame fotos!

Me enseñó, y fue ahí cuando comprendí por qué su figura parecía tan asiática.

Yo estaba en shock ante tal coincidencia de la vida. No podía creerlo, me alegró y le sonreí. Él seguía serio, sin importarle lo que yo le contaba, y solo dijo:
—Ese tipo de personas son religiosos y viven en una comunidad donde no puedes entrar. Además, comentó algo de siglos y datos de historia.

Lo miré y le pregunté:
—¿Y tú a qué te dedicas?

—Soy historiador de profesión —respondió.

—Si no te importa, voy a salir, quiero desayunar —agregó.

—Sí, sí, no te preocupes —dije. Tomé el agua caliente y se la puse a mi matcha latte instantáneo. Me miró y dijo:
—¿Cómo bebes eso? —movió la cabeza, como diciendo no, no.

Volví a mi habitación y seguí trabajando. No sé cuánto tiempo pasó, pero de repente sonó el toc toc en mi puerta y yo dije:

—¿Sí?

Era Sayan, con un plato de salmón y arroz, diciendo:
—Esto es un desayuno. Come, por favor.

Se retiró en silencio, y yo me quedé con el plato en la mano. Solo alcancé a mirarte y decirte arigato. Te diste la vuelta tan rápido que me quedé de pie unos minutos, sin entender tu reacción.

Fue en ese instante cuando nuestra amistad comenzó. Por eso, hoy, al escuchar Borsch, recordé nuestras llamadas eternas, compartiendo el día y la cocina; yo, con mis bromas, diciendo: ¿Otra vez esa sopa roja?

Cómo iba a imaginar que te pensaría tanto hoy? El luto llega y se va, pero lo que realmente me cuesta aceptar es que ya no estés aquí.